Saturday, September 10, 2005

276 – 3588


Dos. Siete. Seis. Tres. Cinco. Ocho. Ocho.
Les parecerá raro que empiece este sencillo escrito con números que no significan gran cosa. Pero sí. Sí significan algo. Estos números no son producto del azar. Son números que cambiaron mi vida. Son un número telefónico.
La primera vez que marque este número tenía en mi mano derecha al auricular y en la izquierda una tarjeta sin nombres, sin direcciones, sólo el número. Los dígitos eran largos y estilizados, empinados hacia la derecha como si fueran el contacto de un hotel lujoso. No recuerdo cómo conseguí la tarjeta, supongo que algún gracioso la metió en el bolsillo de mi chaqueta esa mañana, había tanta gente en el bus y todos tan apiñados que no sería sorprendente. Claro está que, sabiendo lo que sé ahora, no lo considero tan gracioso.
Llegué a mi casa y cerré la puerta (soy una persona muy cuidadosa, mis amigos dicen que soy paranoico) y aseguré con llave. Al meter las llaves en mi bolsillo sentí la tarjeta. Pensé que tal vez sería una que ofrecía un servicio de prostitutas en la Avenida Quince y acepté sin darme cuenta. La saqué y al ver el número telefónico me decepcioné un poco: no tenía fotografías provocativas ni frases obscenas rayanas en lo divertido. Solamente siete dígitos que no decían nada.
El apartamento estaba solo, mis compañeros no habían llegado y sabía que se tardarían. Me senté en la sala y observé un rato la oscuridad mediocre de la estancia, un rayo de sol se colaba entre las cortinas e iluminaba un cristo grande de plástico que parecía madera. Su rostro se veía molesto, como si el rayo de luz lo despertara en la mañana para ir a trabajar. Salvador de Nueve a Cinco.
Tomé el teléfono y marqué, dossieteseittrescincoochoocho, no tenía nada más que hacer. Del otro lado venía un zumbido eléctrico y el timbre con su tono semi-agudo hacía juego con la luz de la sala.
Cuando por fin contestaron yo estaba a punto de colgar, ya había alejado el auricular de mi rostro, pero el sonido de la música de ascensor saliendo de la bocina como de un radio viejo me atrajo. El ruido de la música se confundía con el teclear de máquinas y las voces de gente discutiendo. Una grabación repetía insistentemente “Ya… lo atenderemos… Ya… lo atenderemos… Ya…” había algo hipnótico sobre esa voz y esa música que no me permitían colgar. De todas maneras no tenía mucho que hacer.
- Hola Ciro.
La voz que rompió el hechizo de la grabación era varonil y confiada y mi ridículo nombre se convirtió en algo mucha más humillante en su habla.
- ¿Quién habla? –Pregunté queriendo saber no quién, sino dónde estaba la persona. El ruido de las máquinas de escribir y los gritos de la gente no habían cesado un momento.
- Es mejor que te preguntes quién te va a hablar, Ciro –su tono era muy juguetón-. Tic-toc, toc-toc, ring-ring. Nubes de malvavisco.
Y entonces el chistoso colgó. No entendí lo que había dicho. ¿Tic-toc? ¿Toc-toc? ¿Ring-ring? Miré la hora, el sol empezaba a esconderse tras los edificios, el Cristo de plástico seguía con su cara de incomodidad, ahora se me ocurrió que el problema era una astilla en la cruz que se le clavaba en la espalda. En aquella tarde redentora del Gólgota, entre bandidos y sacrificando cuerpo y alma por los humanos de todo el planeta, Cristo sintió una espuela de su caballito de palo incrustarse en las heridas de mil latigazos, y maldijo. Y así, con ceño fruncido, cuerpo adolorido y alma empeñada y astilla clavada, quedaría retratado para la eternidad.
Alguien tocó la puerta. Dos únicos golpes en la puerta me sacaron de aquella ecuación religiosa que intentaba resolver con una espina en la cruz. Tenía gracia. A la puerta estaba mi madre; cuando abrí, la presencia suya fue extraña, no solía visitarme. Sudaba y no era algo que sucediera mucho. No podía hablar, tenía la respiración cortada y me miraba con ojos espantados a punto de desorbitarse. La impresión que me causó el ver a mi madre allí, así, me impidió escuchar el repique del teléfono. Vi a mamá escudriñar el aparato nerviosamente como si le temiera de forma indecible. No alcancé a preguntarle qué le ocurría en ese momento, tomé el teléfono cuando timbró por segunda vez y allí había de nuevo ruido de gente discutiendo. Sin máquinas de escribir esta vez. En un momento mi rostro se pareció al de mi madre más que nunca y lo gracioso es que nunca, nunca pensé que la voz de un doctor por teléfono se pareciera tanto, tanto a la de un locutor de radio. Y me pareció así incluso cuando me anunciaba que mi padre había muerto.
Colgué el auricular sin mirar la máquina y fui hasta la ventana, abrí la cortina y dejé entrar la noche allí. Mi madre seguía de pie atrás, junto al sofá. La miré y miré también el Cristo de plástico, se veía molesto y supuse que le disgustaba ser expuesto al frío de la noche usando sólo un trapo, un taparrabos, no una prenda milagrosa para una ciudad peligrosa. No. Simplemente los jirones de un sudario. A mí también me molestaría.
Observé el cielo brevemente y vi una nube solitaria muy sólida y muy blanca que parecía… Bueno, me imagino que ya saben qué parecía. Tic-toc- Toc-toc. Ring-ring. Nubes de malvavisco. Y vi a Cristo otra vez y sonreí. Tal vez había sido él desde las oficinas del cielo. Entre el papeleo y el afán de condenar y salvar miles de almas encontró un momento para enviar a alguien que me metiera su teléfono en mi bolsillo. Tal vez le molestaba que yo pensara en su rostro, que quisiera saber qué le pasaba. Qué engreído.
La última vez que marqué el dos-siete-seis-tres-cinco-ocho-ocho nadie respondió. Da igual. Yo tampoco quería hablarle.


FEDERICO AC.
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