Sunday, May 22, 2005

No tan nueva....


LA LEYENDA DE MANTIS MATSURI


La mañana fue plomiza desde el amanecer, el Sol había dudado entre las nubes durante un buen rato antes de que las calles se hicieran más visibles y menos horrendas. La noche tiene tonos extraños sobre los caminos, todos parecen llevar a la perdición. Todos parecen construidos por mujeres. La noche es una mujer de cabello negro muy largo y aliento frío, la noche es una mujer que guarda silencio todo el tiempo, la noche tiene una voz hermosa que muy pocos escuchan entre los silbidos del viento y el barullo de la lluvia. Mantis Matsuri oía la voz, y si cerraba los ojos y contenía la respiración y hacía un voto de obediencia, el viento suspiraba su nombre.
La mañana fue plomiza desde el amanecer. En la ducha, el correr del agua sobre el cuerpo delgado de Matsuri parecía resumir el rigor de la oscura madrugada. Mantis entrecerraba sus ojos y de vez en cuando la temperatura del agua cambiaba bruscamente, Matsuri suspiraba bruscamente y tragaba agua tibia que lo despertaba por un rato. Las ventanas estaban cubiertas de diminutas gotas de agua helada, Mantis Matsuri dibujó una M con su dedo y caminó desnudo hasta un armario de madera, un mueble viejo y para algunos un trasto horrible. Sobre un lado de la madera, escrita en aceite rojo, había una leyenda que chorreaba verdad día con día y Matsuri la repetía con su voz queda cada vez que la veía.
- Nada que aprender…
Su voz se volvía un respiro cansado y mientras se vestía pensaba en aquella frase que algún día, totalmente absorbido por la histeria y entregado a la ciega creencia de que no había nada en qué creer y toda esperanza estaba perdida, había escrito.
Un pie en la calle.
Luego el otro.
Cierra la puerta con seguro.
Empieza a caminar y olvídate de aquel desastre que tienes allá dentro.
Parecía que la noche no había terminado, el amanecer era tan oscuro y gentil que parecía que aquella dama que azota las puertas del planeta cuando el Sol muere tras los edificios y las mareas aún estuviera cepillando su cabello azabache, sus rizos de platino, sus mechones azulados que parecen esconderlo todo con complicidad. La leyenda de Mantis Matsuri empieza con un cigarrillo en la boca, el fuerte del sabor del clavo, la sensación del tabaco rozando la lengua y el ensordecedor alboroto de un fósforo que se rastrilla contra la caja y se convierte en fuego.
La noche abrió sus ojos con el espíritu del fósforo, ese hecho de humo, que escapó hacia el cielo como un niño herido corre a esconderse tras su madre. El fuego, tal vez, pertenezca a esta mujer de largísimo cabello y calladas insinuaciones. Tal vez, pensó Matsuri, y si no es así Prometeo nos mintió y bien le viene estar encadenado. O soy yo quien robó el fuego y ahora huye de mí. Mantis sonrió y una ráfaga de viento se coló por la nuca y lo hizo temblar, entonces la noche infinita de aquel amanecer sonrió.
El cigarrillo se encendió, la punta se consumió y una serpiente de tabaco quemado se levantaba danzando frente a la boca de Matsuri y entonces las nubes de esta noche sempiterna en la costa plutoniana de cualquier calle, carrera, avenida o esquina danzaron con el ritmo del fumar de Mantis Matsuri. La dama del cabello negro y mechones azules que escucha en silencio y el hombre que escribía versos con aceite en su casa bailaron una música muda que ardía en el extremo chispeante del cigarrillo. Tonos naranjas, colores invisibles y cumplidos impronunciables se volvieron el lenguaje de un rito hermoso y único y temprano en aquella plomiza mañana cuando el sol dudó muy largo rato.
En el suelo, frente a la cama de Matsuri, en la casa que había dejado atrás minutos antes, chispas rojas tiñeron el aire, se levantaron desde las baldosas y tallaron las confesiones que Mantis y la noche se hacían en la madrugada en tanto bailaban al son de un cigarrillo.
- El infierno tiene colores horribles –Comentaba Matsuri casualmente en el oído de la noche sin abrir la boca-. Azufre y miel. Caos explícito con la forma de un océano flotante de fresas con la forma de África. África la bella, la grande, la anormal, la que tiene forma de fresa en el infierno.
Y chispas rojas fueron y vinieron entre libros tirados y hojas garabateadas en casa de Mantis Matsuri. De un lado a otro como luciérnagas en una botella, hasta que bajo brochazos de aceite rojo con una leyenda sencilla y desalentadora empezaron a grabar estas revelaciones que se hacían bajo el manto de cabello negro y azul de la noche. Rojo bajo rojo. Una bandera de sangre que describía su propia constitución, sus hermosos mandamientos.
Los silbidos del viento tenían una velocidad extraña, inhumana e incalculable. La noche revelaba en la piel de Mantis Matsuri los errores de las cartas astrales, las de navegación, las constelaciones eran mentiras pintadas con líneas rectas, las constelaciones eran rondas de chiquillos que no tenían sentido, ecuaciones dementes, matemáticas de locos. Con una risa la noche decía que la astronomía se divertía con estadísticas ridículas y los hombres perdían el tiempo de su vida fumando tan poco. Y Mantis Matsuri, profeta bizarro de la noche sempiterna en la costa plutoniana de cualquier calle, carrera, avenida o esquina, dio una bocanada a su cigarrillo que llenó su cuerpo de sabor a clavo y albores de muerte. Todo te infecta, Mantis. No vienes al mundo para salir sano de él. Y la danza sonrío con el humo y las nubes.
Como sopladas por Dios frente a un actor sorprendido y mal maquillado, las chispas rojas en casa de Matsuri se convirtieron en letras sobre la tabla del armario, junto a la mesa de las flores y frente al espejo que cuenta el tiempo mortal de Mantis. Te vas a morir, le dice a veces el espejo al hombre, sólo te cuento para que no vengas a decir que a ti no te dijeron, que no es justo, que una cosa y la otra. No, tú te vas a morir Mantis Matsuri, pero no aún. No aún.
Unas campanas invisibles doblaron con eco por toda la calle, las nubes y los claros en el cielo se negaban a mostrar el Sol y el cigarrillo casi se había consumido. Los pasos de Matsuri se movían lentos sobre la orilla plutoniana de la noche sempiterna, la danzarina del cabello sin fin, la silenciosa que hablaba en lenguas perdidas, lenguas que nadie se toma el tiempo para buscar.
La mañana fue plomiza.
Hasta que un enorme cangrejo dorado empezó a escalar las montañas y los edificios y las mareas. Un hombre que caminaba por la calle tiró una colilla de cigarrillo al suelo y luego la apagó con su pie, luego siguió sin mirar atrás.
Y en la noche, ¡oh Matsuri! Sentado en el suelo frente al costado del armario, con un cigarrillo entre los dedos y los labios y las ventanas, todas abiertas. Leía bajo “Nada que aprender” los secretos que una mujer invisible, sabia, vieja y hermosa le había compartido en una danza que sería legendaria para el diminuto mundo de un hombre llamado Mantis Matsuri, quien creía que la noche hablaba.


FEDERICO AC.
26.03.2K5.